Son las 20:30 horas de un viernes cualquiera del año 1997 y mientras bajo por la Cuesta de San Vicente, un repentino frenazo del coche que me precede hace que me detenga inesperadamente. Todo está embotellado, ni siquiera las motocicletas consiguen hacerse un hueco entre el resto de vehículos para poder circular. La gente comienza a ponerse nerviosa y los cláxones empiezan a dejarse oír como una desordenada y aberrante sinfonía. Agarro mi volante fuertemente con las dos manos a la vez que lleno mis pulmones del viciado aire de la calefacción, intentando armarme de paciencia. En medio de ese caos en el que me encuentro cautivo, prisionero de mi propio automóvil, miro hacia mi derecha y observo la vetusta y abandonada Estación del Norte.
Con los cristales de los ventanales rotos, los desconchones de la pintura de la fachada o la maleza que se ha apoderado de parte del edificio, hacen que este emblemático e histórico lugar, tenga un aspecto aterrador y siniestro a estas horas de la tarde. Sigo observando con detalle lo que las férreas y roñosas verjas me dejan, que es ciertamente poco aparte de sombras y reflejos procedentes de la vida de la ciudad. Intento trasladarme y viajar mentalmente al interior de una sala que veo con una ventana abierta y descolgada.
Una vez allí dentro, como virtual observador, todo empieza a cobrar vida y color. Me remonto al caluroso 13 de julio de 1941. Hay muchísima gente, apenas puedo ver un centímetro de suelo libre. El gentío se agolpa en los andenes, enfervorecidos, locos de pasión, sedientos de lucha, colmados de amor hacia su patria, con el brazo derecho en alto, extendido, cantando el “Cara al Sol”. Hombres, mujeres y niños se encuentran por todas partes, hasta encima de los vagones. De los techos acristalados de la estación, cuelgan unos largos banderines con los colores de España.
Unos vagones supervivientes de la Guerra Civil con una vieja y sombría locomotora de vapor, les conducirán hasta Alemania, para una vez allí agruparse y dirigirse al frente ruso. Son los hombres de la División Española de Voluntarios, más conocida como División Azul. Diversas son las razones de sus alistamientos, algunos pretenden redimir ciertas culpas o limpiar su imagen familiar después de la Guerra Civil, para otros el dinero es la causa de tan arriesgado viaje, los que menos por la tontería de alistarse con sus amigos o al menos eso decían y los que más, por detener al comunismo, por ayudar a Alemania en su lucha contra Stalin, al que consideran principal responsable de las causas que hicieron estallar la guerra en España.
Éste es el primero de los diecinueve trenes, repleto de soldados -unos mil-, que viajarán hasta el país de los Teutones donde muchos de ellos encontrarán la muerte en las heladas y frías tierras de Leningrado o Novgorod. Todos piensan que a ellos no les tocará, que ellos volverán a ver a sus novias, amigos o padres de los que ahora se están despidiendo… pero no será así.
Allí en Germania formarán la 250 División de la Wehrmacht y pasarán a la historia del siglo XX, como la más valiente y entregada División de voluntarios extranjeros dentro del Ejército Alemán, que jamás haya existido.
En Krasny Bor entre el 10 y 11 de febrero de 1943, cuando la zona del frente de Leningrado defendido por la División Azul, recibió el ataque del Ejército ruso compuesto por 4 Divisiones, 5.600 soldados españoles neutralizaron completamente la ofensiva rusa, que atacó con 44.000 soldados, casi 100 carros de combate y 800 cañones, todo ello a 30 grados bajo cero. No menos heroicas son las incursiones e intervenciones de la “Blau Division” como la llamaban los alemanes, en otros gélidos y yelmos escenarios como Volkhov o Lago Ilmen.
Años después de todo aquello, cuando aquellos bravos chicos que se dejaron la piel en lejanos e inhóspitos campos de nieve y hielo, se han convertido en octogenarios abuelos incapaces de andar sin apoyarse en un bastón, todavía se emocionan al recordar aquellos años, algunos al echar de menos a sus compañeros caídos, otros por la pena de haber sido rechazados e incomprendidos socialmente en numerosas ocasiones, acusados de haber colaborado con los Nazis.
No hay que olvidar y conviene dejar bien claro que aquellos hombres que tomaron la firme decisión de jugarse la vida a miles de kilómetros de sus hogares, lo hacían mayoritariamente por una única motivación: sus ideales… sus principios… el tan honroso gesto de luchar contra el que consideraban en aquel momento su peor enemigo, el Comunismo de Stalin. Cuando emprendieron su viaje lo hicieron para colaborar, sí efectivamente, colaborar, pero no con los Nazis, si no con el Ejército Alemán, la Wehrmacht. Lo cual no es ni de lejos lo mismo, aunque algunos ignorantes se empeñen en meter a todos los alemanes en el mismo saco del Nazismo. Se habla mucho de los ideales, de lo importantes que son en la vida de las personas, pero cuando alguien los tiene no sabemos verlos o valorarlos. Eso es lo que han perdido las sociedades actuales, precisamente los ideales, ideales que en la mayoría de los casos se han sustituido por el asqueroso dinero.
Los Divisionarios no tuvieron nada que ver con el Nazismo, ellos fueron a luchar, a partirse el cobre con un enemigo militar, como militares que eran. Fueron a morir en los campos de Eurasia, no a quemar niños o gasear mujeres. Esos, los del gas, eran otros. A los del gas, los tiros en la nuca, y los hornos crematorios, solo les deseo que ardan eternamente en las llamas del Infortunio.
Mientras me encuentro observando detenidamente todo aquel gentío, mujeres llorando por la partida de sus novios o hijos, soldados asomando más de medio cuerpo por las ridículas ventanillas de los vagones, llenos de júbilo, de amarga alegría por su incierta partida, olor a carbón quemado que se mezcla con diversos matices de sudor o perfume y desde mi privilegiada posición de observador invisible, noto como algo desde atrás me succiona, me aleja repentinamente de allí y me saca al exterior, para devolverme al interior de mi coche, mientras el ensordecedor claxon del automóvil que tengo detrás me increpa violentamente para que prosiga mi marcha.
Curiosamente el atasco ha desaparecido. Parece como si algún alma encerrada en aquella vieja estación ferroviaria llena de historia de España, se hubiese encargado de provocar un tapón que me haya hecho durante unos instantes deparar en la existencia de aquel majestuoso edificio y haber recordado a aquellos valientes hombres.
Me dirijo a casa con la amarga sensación de que no hemos sido justos con nuestros soldados.
¿Héroes o villanos? Ustedes juzguen.
Carlos de la Fuente y Pérez-Villamil
Autor de “El Corazón de los Lobos” , “Los Dados del Señor” y «Bajo la gorguera».